Confieso que llegué al asunto del divorcio como quien va al matadero, hecho un cordero de la life y sin tener la más mínima idea de la que se me venía encima. Creía, hay que ser imbécil, que la cosa iba a ser vista y no vista, un trámite necesario para cerrar una etapa de mi vida, hacerles, en lo posible, dulcemente amargo el mal trago a mis hijos y empezar de nuevo, más sabios, un camino mejor para quien contigo compartió un tramo del camino, aunque fuese amargo, un futuro de mayor alegría para los hijos y una oportunidad de volver a sonreír para uno mismo.
Todo paparruchas.
La cosa de la separación y del divorcio no va de amor o desamor, de felicidad o infelicidad, de nuevas oportunidades, de renovadas esperanzas, de hacer borrón y cuenta nueva y tratar _el más difícil todavía_ de no repetir viejos errores y de aprobar la asignatura pendiente de la idiotez supina con que, habitualmente, la mayoría manejamos nuestras tristes y monótonas vidas, qué va. ¡Ya me habría gustado a mí que fuese así!... No, señoros y caballeras, la cosa del divorcio va de la puta pasta gansa, de tomar el dinero y sal corriendo... ¡y no se hable más!...
De nuevo fue mi abogado quien, con profesional hostiazo, me sacó, de un disparo de palabras que sin duda cargaba el diablo, los pájaros todos de mi atolondrada cabeza...
_"La abogada de la otra parte pide una pensión mensual de 600 euros"...
Lo habéis adivinado perfectamente: ¡Me quedé muerto allí mismo!...
Y eso que, al principio, pensé que mi letrado estaba de coña, que, viéndome hecho un guiñapo humano tras estar tres meses sin poder ver a mis hijos, y con el buen propósito de rescatarme de la grisura de individuo que yo era entonces _más que durante mi matrimonio, que ya es decir_, no se le había ocurrido mejor cosa que soltarme un disparate como aquél de los 600 euracos del ala... Para ver si me daba la risa la ocurrencia...
Pero la verdad es que no me dió. La risa, digo. Y sí algo parecido a un ataque de apoplejía galopante por absoluta incomprensión cuando, mirando sus ojos de impasible tribunal, comprendí, no sin sentir un gracial escalofrío, que no estaba ni remotamente de guasa ni se había vuelto loco de remate, cosa que a todas luces parecía.
Así que, según las cuentas del gran capitan de la abogada de la otra parte, feminista declarada y especializada en divorcios de los de dejar a los ex maridos más tiesos que la mojama, por aquello tan justo de los dos ojos por uno, la dentadura completa por un solo diente, de mi subsidio por desempleo de 900 y pocos euros, debía pagar nada menos que 600 en concepto de pensión, y todo ello tras haberme quedado con una mano delante y otra detrás, lo que se dice a dos velas, de la noche a la mañana.
Aclaro que, en base a la situación económica del país por aquel entonces, en aquellos tiempos míos de caminar como oveja al matadero del divorcio, pagaba yo, tras remover cielo y tierra en busca de una vivienda de saldo, algo más de 300 euros en concepto de alquiler, todos los recibos mensuales y comida aparte...
Las nobilísimas intenciones de la otra parte, perfectamente adornadas y legitimadas en base al bien de los niños, que siempre suena cojonudo, suponía mi condena a vivir bajo un puente y de la mendicidad... Y por mucho que mi abogado, consciente de que estaba ante un muerto de hambre, de un tipo que no tenía otra riqueza que sus deudas, trató en vano de animarme argumentando que ningún juez (e incluso, jueza) mínimamente en sus cabales establecería, llegado el caso y ante la falta de acuerdo, como justa pensión alimenticia un tercio de mis miserables 900 euros de paro, tirando por lo alto, aquello me sonó a vendeta de la peor especie, a usura por decirlo fino, a no estar bien de la cabeza.
Aquella demencia de la abogada de la otra parte me convenció de que, en efecto, el divorcio de las narices es una cuestión que nada tiene que ver con bienestares de niños, sino con un atraco legal a mano armada.
Y sí, imaginé que mi final como persona y como hombre, como padre, era parte de un plan maquiavélico y delirante cuyos objetivos ocultos excedían con creces mi capacidad de comprensión. Imaginé que aquél era el precio suicida que debía pagar por tantos errores cometidos por mi parte. E imaginé que la cosa iba de coger el dinero a cualquier precio para correrse después de gusto con la desgracia ajena.
La mía, sin ir más lejos.
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