viernes, octubre 14, 2011

En busca de la felicidad

Para que nadie se confunda y piense que este blog lo está escribiendo Santa María Goretti desde el más allá, que Dios la tenga en su gloria, admito, aquí y ahora, antes de que se me confunda con un mirlo blanco, que, como padre, no soy ni el mejor ni el peor, sino un papá del montón. Criticable, puestos a hacer sangre _ese deporte tan del gusto de los humanos de lapidar al prójimo por sentirse superior a él_, desde las cualidades que se le suponen a un padre comme il faut, a un progenitor de la vieja escuela, soy, he de admitirlo, una nulidad integral. Ninguna de esas cualidades me adornan. Ninguna virtud clásica me salva.

Ni tengo los cojones como dos camiones para darles el nivel de vida que cualquier padre sueña ofrecer a sus hijos, ni he sabido _hasta la fecha_ recuperarme de un monumental batacazo laboral que tuve hace tiempo, momento en que, tras años de bonanza y de papá noeles cargados hasta los topes, caí desde el altar de papá razonablemente adinerado, pues mi profesión de entonces daba para algo más que lo estrictamente impresindible, al pozo de la miserable lucha por la subistencia, trance en el que, a mi pesar y por desgracia para ellos, todavía me hallo.

Soy, si queréis verlo así, un papá económicamente enjuto y escuchumizado, una poquita cosa monetaria, una hucha permanentemente vacía, una posibilidad de ir al cine, de volar a Disneylandia, que se hace tristísima quimera, y una cartera mendicante que _con generosísima ayuda periódica de mis propios padres y abuelos de las criaturas, esos sí que valen_ a duras penas consigue juntar, euro a euro, la "mierda de pensión" de la que ya os hablé.

Dicho en plata: Soy el papá divorciado que puedo; casi nunca el que quiero. Mi único consuelo al hecho de ser tan mal padre lo constituye no el hecho diferencial de mi pobreza, a un milisegundo casi siempre de la indigencia, sino el hecho de transmitirles mi singular forma de ver la vida, como el escenario perfecto, más allá de cualquier apariencia, para que ellos sean felices no supeditándolo a tener esto o aquello, a parecer más o menos que aquél, a competir para ser los primeros y más cabrones _léase darwinianamente más "aptos"_, sino siendo, sencillamente, ellos mismos.

Como padre y como hombre, me importa un soberano pimiento lo que lleguen a ser o hacer desde lo que la sociedad espera. Los amaré sean superabogados o humildes albañiles. No pretendo que sean los más altos, los más guapos, los más narcisos. Me importa sólo que hagan lo que aman y que amen lo que hacen. Que elijan lo que elijan, les haga sentirse bien. Que les dibuje en el rostro una sonrisa, despreciada e incomprendida por todos, sin motivo aparente.

Y por eso les digo que la magia existe y les reitero hasta el hastío, pobrecitos míos, que son únicos, irrepetibles, tan bellos por dento como el que más, tan valiosos como cualquiera, pero nunca más ni mejores que nadie. Y les invito, cada vez, a no seguir como borregos lo que dicen las mayorías que está o bien o mal. Les deseo que piensen por sí mismos. Que se atrevan a equivocarse. A encontrar su propio camino, nunca desde la cabeza, siempre desde el corazón. Y les pido que no juzquen, porque ellos son aquél al que juzgan, y que tampoco permitan nunca que nadie les juzgue, que les diga que son menos, que les aparte de sus sueños os les haga desistir de ir En busca de la felicidad.

Ésa es mi única y empobrecida herencia. Mi pírrica riqueza para ellos. Mi legado de padre divorciado.

Pero, como no soy santa María Goretti, un papá con caché, pedigree y guante blanco, no me engaño en absoluto:

En este mundo maravilloso, un padre divorciado vale, exactamente, lo que dice su cartera.

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