sábado, octubre 29, 2011 1 comentarios

El amor en los tiempos de (la) cólera

Como ya dejé caer hace unos cuantos post, poco más de un año después de mi separación llegó a mi vida ella para hacerme comprender que lo que hasta la fecha había yo considerado amor era una triste caricatura de tan alto sentimiento. Hallarla fue un hecho extraordinario que sacudió los cimientos de mi alma y me llevó a tirarme sin dudarlo al abismo de una nueva relación, que en realidad era, y es, la primera que puedo llamar, en justicia, adulta. La única que puedo llamar Verdad.

Ella, que me supo amar por debajo de mi personaje de divorciado, pobre de solemnidad y con hijos, me trajo la vivencia que tan bien describió Francesco Alberoni _y que comparto, por experiencia propias, a pies juntillas_ de que lo único importante en esta vida no es tanto el amor, convencionalmente entendido como promesa de un intercambio de fluidos y favores, sino la pasión del enamoramiento, ese estado luminoso y rebelde en que dos seres se reconocen y aman, de forma sagrada y salvaje, enfrentándose a todo y a todos para crear un mundo nuevo, nada predecible y donde cualquier cosa es posible.

Ella y yo fuimos víctimas de persecución, cómo no, y nos llovieron pestes y maldiciones por todas partes. El cielo entero del desprecio y la malediciencia se desplomó sobre nuestras cabezas; sobre la de ella por ser tan ilusa de dejarse comer la cabeza y apostar a perdedor, al peor de los partidos que se pueda imaginar, al más detestable e interesado de los novios, renunciando a una vida comme il faut de trabajo chupi, pareja guay e hipoteca, que es los suyo; sobre la mía por ser al abductor, el más falso y viperino de los hombres que, oliéndose lo ricachona que era la chica (no es el caso, ni me importa) la embaucó a base de bien para embarcarse en una vida llamada Titanic.

Por supuesto, todo Cristo nos auguró el mayúsculo naufragio, el más negro de los futuros. Y yo, que la amé sin dudarlo por su capacidad de amar sin juicios ni prejuicios, de ver lo bello donde todos querían ver a Satanás, fui moralmente ejecutado y por siempre maldecido. Y ella, que me amó no sé bien por qué, fue tratada como la tonta del bote, que se dejó engatusar por el divorciado de turno. ¡Y con hijos!...

Fuimos por tanto testigos de excepción de que de que el mundo detesta el enamoramiento, por lo que tiene de cuestionarlo todo para abandonarse a una relación sin normas, cargada de ritos y ceremonias que sólo los enamorados comprenden, por lo que tiene de comunión indómita y revolución, de inestabilidad, de no permeable a la domesticación y el control. El mundo necesita que todo sea reglado y previsible, manejable, sometido a su poder. Y por eso se ha sacado de la manga el arma definitiva, el matrimonio o similar, para acabar con el estallido de emociones del enamoramiento y convertirlo en el animal dócil al que llaman amor.

Pero la caja de los truenos ajenos no fue quien de detenernos. Nos amamos sin razón. Sin interés. Sin malicia. Rebeldes ambos, recreamos un amor creativo, un amor de otro mundo, que no conoce el significado de la palabra costumbre. El amor que no baja la cabeza ni se acobarda ante la adversidad. El amor en los tiempos de (la) cólera.

Siete años después la cólera sigue. Sigue la maldición. Sigue el desprecio.

Nosotros también.

Que se jodan.

jueves, octubre 27, 2011 1 comentarios

Las cenizas de Ángela

El divorcio, con hijos de por medio o sin ellos, es un negocio absolutamente ruinoso. Una hipoteca, y de las gordas, para toda la vida. Lo malo es que uno no sabe en qué pozo de mierda se ha metido hasta que está dentro y le llega el estiércol al cuello. Si llevar una vida convencional, desde lo económico, es un ejercicio de filigrana financio-casera, el asunto se vuelve imposible para un padre divorciado tipo, de esos que pasan pensión regularmente y no llegan nunca, ni de chiripa, a fin de mes.

Y si además, tras la separación, dejas tras de ti una vivienda, que no es ya tuya salvo en el pago religioso de la mitad de la hipoteca, sí o sí, no es que vayas apañao, sino que estás directamente jodido. Con excepción de los ricos, a quienes no les mueve una pestaña ninguna crisis personal o mundial conocida, porque la desgracia de la mayoría nunca va con ellos, los padres divorciados con sueldos medios _es decir, de pura supervivencia_ están condenados a hacer magia para no volverse directamente locos cuando sus ingresos apenas dan para costear pensiones, deudas de una vida pasada que no acaba de pasar y créditos pendientes de bienes que no les pertenecen.

El único derecho de los padres divorciados se llama, pase lo que pase, pagar por todas las cosas que hizo mal en su anterior matrimonio, pagar para tener un techo donde dormir y por todas las cosas necesarias para rehacer su vida si es que a la suya puede llamársele así, vida, sin que se te salgan los colores. Todo lo demás son obligaciones con la ex, con los hijos, con los bancos y demás acreedores y con la madre que parió el cordero.

Y pese a que sus gastos son, muchas veces, mayores que sus ingresos, a la hora de cotizar a Hacienda _que somos todos, menos los padres divorciados_ no hay desgravación posible por tener hijos en edad de gastar a todo meter, ya que quien tiene derecho a desgravar, ésa sí, es la que tiene por ley la custodia de los menores. Y aunque tenga 17 hijos y pase la pensión a todos ellos, no tiene derecho alguno a constituirse como familia numerosa ni a beneficiarse de los mínimas y ridículas ayudas que de tal condición se derivan.

Así las cosas, un padre separado es un señor que acostumbra a trabajar para el inglés, pues ningún dinero que consiga es suyo. Es un pobre, salvo milagro, para toda la vida. Un tipo ruin y avaro, que raramente hace regalos, visita una cafetería o lleva a sus hijos al cine. Un moroso reconocido al que no le fían ni Papá Noël ni los Reyes Magos. Un padre avergonzado de comprar siempre, en los chinos, baratijas que hace pasar por regalos de cumpleaños. Un caradura al que se ayuda por lástima y que nunca, nunca colabora con nada. Un padre peor que Robert Carlyle en Las cenizas de Ángela. Un fracasado que jamás da nada a nadie.

Salvo vergüenza.


viernes, octubre 21, 2011 0 comentarios

La lista de Schindler

En demasiadas ocasiones, un padre divorciado es un tipo aplastado por una tonaleda y media de etiquetas, descalificaciones e insultos que los demás, gente toda ella estupenda y justiciera, le van colgando, cargados de buenas razones y sin remordimiento alguno, porque ellos lo valen y se sienten con derecho, sí señor.

Un padre divorciado es un burro apaleado para dar ejemplo, un títere del escarnio público, un tipo al que no marcan con una estrella y lo mandan directamente a los hornos crematorios de Auschwitz, porque sencillamente no hace falta, que con las lindezas que de él se cuentan por ahí hay más que suficiente para despellejar su imagen pública y hundirlo en la miseria moral más absoluta.

Yo soy uno esos padres divorciados que aspira a hacerse con el Campeonato Mundial del Insultado, en la categoría de improperios pesados _de los de más de 100 kilos_, porque lo mío no es que me lluevan mamporros verbales por todos lados, sino que me llevo la palma en ser, de largo, uno de los tipos con más defectos del planeta Tierra. Aunque debe de ser algo genético, creo yo; algún tipo de tara que hace inferior a la raza de los padre divorciados, porque no es que unos pocos de ese tipo de individuos salgan más malos que el doctor Infierno, sino que todos, en su conjunto, formamos una masa pseudohumana, de la que sólo se puede aprovechar la pensión, la sangre hasta donde no le quede una gota, los dientes de oro _si los tienes_ y, cuando te quedas en plan esqueleto, hecho de calamidades y deudas, siempre se te puede usar como blanco para practicar el tiro al gilipollas con la escopeta verbal del desprecio más absoluto y de la mala hostia total.

Y debo de tener más sanbenitos que nadie, porque de todos los colores las he oído... El más común de los insultos que recibí y recibo es el de "abductor" y/o "encantador de serpientes", léase también "oportunista" e "interesado", porque, ya se sabe, siendo un nadie sin Don y un muerto de hambre, un apestado de los cojones, si consigues, con tu poder de seducción diabólico, que alguien te dirija la palabra o establezca algún tipo de relación contigo no es jamás por motivo honorable, imposible, sino por el interés te quiero Andrés, por sacarle la pasta al personal, ya que se supone que la pobreza te envilece y te vuelve un cerdo de cuidado.

Le siguen de cerca los epítetos relacionadas con el concepto de "falso" e "hipócrita" _de tener doble cara para no andarnos con rodeos_, ya que si antes eras un tipo más bien diplomático, sociable y supuestamente encantador, un doctor Jekyll de relumbrón, nadie comprende esa extraña y repentina metamorfosis tuya en míster Hyde, cambio de chaqueta que te lleva a aullar como el puto hombre lobo y pegar unas dentelladas de aquí te espero cada vez que alguien tiene los santos güevos de difamarte y juzgarte sin más, de manera que, lejos de callarte en aras de la concordia y el buen rollito social, de poner la otra mejilla, sacas la recortada de la indignación, dispuesto a acribillar al juez accidental de turno... Y de paso a su madre, que no tiene culpa, pero que algo habrá hecho...

Completan tu retrato robot de tipejo despreciable donde los haya, las lindezas que ponen en solfa tu hombría _ahí le duele a ese cabrón_, palabras tan chulas como "impotente" o "maricón" para que a nadie le quede duda de que, se te mire como se te mire, eras poco más que una mierda pinchada en un palo y no hay, básicamente, por donde cogerte.

Las calumnias, los insultos, las descalificaciones forman, en definitiva, parte de tu día a día, porque si no te enteras directamente, siempre habrá un alma caritativa y piadosa que venga a contarte que te andan jodiendo públicamente por ahí...

De esa marca constante de la bestia sólo puede librarte La lista de Shindler de Dios, que, por pura misericordia _ésa que nadie tiene contigo_ te arranque del horno crematorio de la infamia y el linchamiento social para llevarte al Elíseo, al único lugar donde nadie te tocará los cojones, un lugar donde nadie es mejor que nadie al que llaman "más allá".


miércoles, octubre 19, 2011 0 comentarios

Algo para recordar

Afortunadamente, la memoria es selectiva. La mía, muy por encima de la media, porque es incapaz de recordar lo malo, pensamientos de odio y venganza contra quien te hizo daño, ideas que inoculan en las venas ese veneno autodestructivo llamado rencor. No me gusta nada ir arrastrando los pies por la vida, cargado con maletas de rabia y agresividad, que te cristalizan y encierran en el ámbar de la tristeza, en tierra de nadie, como un fantasma que se alimenta de absurdas fantasías de vendeta en las mazmorras de un tiempo perdido.

Todo lo contrario. Yo tengo una memoria especializada en retener no tanto los recuerdos de lo bueno, sino aquellos que son absolutamente excepcionales. Imágenes de vivencias que un día tocaron mi alma, emocionándola hasta la médula, dejando en ella una huella hermosamente imborrable. Todo lo demás carece de importancia. Todo lo demás es sólo lastre, plomo en las alas, y se pierde en el olvido.

Esa característica mía tan acusada hace que de aquel tiempo oscuro de mi separación, recuerde nada más que la luz en los ojos de mis hijos, su risa blanca, su inocente alegría cuando pude volver a verlos, una soleada tarde de domingo de otoño, después de una separación física tan desgarradora como indeseada...

Recuerdo tiempos de paz y silencio en nuestro minúsculo apartamento, donde no nos cabían los sueños, donde supimos enfrentar con valor la tiranía del reloj y detener sus agujas, para amarnos despacio en meses que parecieron segundos, en horas que parecieron siglos, porque aquel reencuentro nos resarció de los años previos a mi separación matrimonial, en los que, instalados en la convencional rutina, nos amamos de puntillas y de forma previsible, siempre con prisas, porque cualquier cosa _el trabajo, la hipoteca, la mala vida_ era más importante y no admitía espera.

Recuerdo cosas tan insignificantes y pequeñas como aquellos helados en barra de marca blanca, que era mucho más que postres, varitas mágicas que obraban el milagro de que una fiesta bulliciosa y de colores costase apenas un euro. Al hilo de esto, recuerdo que jamás se nos ocurrió ser emocionalmente usureros, practicar la mierda ésa del fresh banking y guardar los besos en un banco, a plazo fijo y con un TAE irresistible, para rentabilizarlos sin haber dado ninguno. Lejos de eso, derrochamos los besos hasta gastarnos los labios, inventando un nuevo y revolucionario axioma económico, por el que, por desgracia para el mundo, nunca recibiremos el Nobel: "Cuanto más das, más tienes"...

Recuerdo aquella cama de uno con cincuenta, casi tan grande como nuestro apartamento, mucho menos que mis innumerables deudas, a la que papá ponía los cuernos constantemente con el sofá. Esa cama que era, en realidad, una alfombra mágica de incógnito, que se echaba a volar cada noche con los sueños de mis hijos a bordo, con nuestras esperanzas todas, ninguna tristeza y nuestra común alegría.

Y la recuerdo también a ella, la desconocida, la mujer-pájaro que no esperábamos y se nos descolgó, por sorpresa, un buen día de las nubes, otra tarde soleada de un miércoles que parecía domingo, poco más de un año después de separarme del jodido mundo a perpetuidad, para quedarse para siempre en nuestra vida y recordarnos que, pese a todo, éramos _mis hijos e incluso, yo_ dignos de ser Amados.

Para formar parte, al fin, de nuestros recuerdos más bellos y extraordinarios.

Los mejores de nuestra vida.

martes, octubre 18, 2011 0 comentarios

El año que vivimos peligrosamente

El año posterior a mi separación matrimonial fue el año de estar la mayor parte del tiempo con mis hijos. El necesario para que cicatrizase la profunda herida de perderlos, para recuperarme, en parte, del trauma de no haberlos visto durantes tres meses o, lo que es lo mismo, tres eternidades que pasé en el infierno más oscuro de mí mismo. Y fue también, para ellos, pero sobre todo para mí, el año de los grandes aprendizajes de esta existencia, de darle importancia a lo esencial, de quitársela a todo lo superfluo.

Recuerdo ese año como uno de los más felices de mi vida, uno de los más plenos y gozosos a pesar de sobrevivir en el umbral mismo de la indigencia. Fuimos dichosos con casi nada. Alegría en medio de la necesidad acuciante y nos amamos como se aman los animales, voraz y salvajemente. Por puro instinto. Aquel fue el año de dejar de ser yo padre convencional y ellos, hijos de catálogo, ya que nos convertimos en una santísima trinidad de risas y aventuras compartidas, en un mismo ser que compartía lo poco o nada que tenía, que gozaba de cada segundo como si fuese el primero, como si, en cualquier momento, pudiese ser el último.

En la casa de los pitufos donde vivíamos no existía nada parecido al tiempo, ni era república o democracia nuestro hogar, sencillamente porque no había gran cosa que votar o elegir, salvo ir al parque de al lado de casa, o a cualquier otro, porque eran gratis y para sentirnos, entre juegos, libres del asedio de los bancos, del cerco pertinaz de mis acreedores, y olvidarnos del mundo y sus intrigas. Sólo existía el ahora, porque pensar en lo negro del futuro era sentenciar a muerte el momento. Y eso sí que no.

Por primera vez en mi vida consciente, la única elección posible fue vivir.

Y a pesar de que los poco más de cien euros de paro que me quedaban libres cada mes, una vez pagados el alquiler, los recibos y su pensión, me las ingenié para trabajar en plan comercial freelance para una multinacional, sin cárcel de oficina ni condena de horario, con lo que saqué lo justo para detener las agujas del reloj y comprar el momento, una gota de paz interior en el océano de mi procelosa vida. Ésa fue mi cura de padre malherido y el regalo de mi alma para mis hijos.

Contra todo pronóstico, el que debía ser El año que vivimos peligrosamente, donde tuve tantas veces que tragárme las lágrimas para que no me vieran llorando, que engullir, a escondidas, cientos de bocadillos de mortadela para que ellos comiesen en plato caliente y de forma digna, para que hubiese dinero con que adornar la desangelada nevera con leche y algún yogur, se convirtió, por actitud, porque aptitudes no se me conocen, en el año que descubrimos que la felicidad con mayúsculas reside en la absoluta simplicidad.

Fue el año que descubrimos el valor de las cosas pequeñas. El secreto de la riqueza más grande del mundo, cuantificada en apenas tres palabras:

Amar, Vivir, Gozar.

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Los gritos del silencio

Una de las primeras cosas que suelen sucederle al padre divorciado es que, nada más poner un pie fuera del nido en busca de cielos nuevos, menos suicidas y monótonos, el teléfono móvil suena como un loco durantes unos días, amenaza va, amenaza viene, y después, como si le hubiese partido un rayo, deja fulminantemente de sonar durante una buena temporada. Se hace entonces un silencio ensordecedor a tu alrededor, un dedo acusador, mudo e invisible, que te señala desde la distancia y te recuerda, cada día, que los puentes todos, entre tú y la realidad, entre tú y todo lo que algún día fuiste, se han ido definitivamente a la mierda.

Y dejas de tener una dirección de referencia, un lugar al que llamar afectivamente tuyo, un ataúd de cartón donde caerte muerto, una identidad que te rescate del limbo de los don nadie. Y dejas de tener, por supuesto, nombre propio y apellidos, para entrar en la categoría de "ex", que con apenas dos letras bastan y sobran para denominar lo irrelevante, al mismísimo hombre invisible. Vamos, que vienen a verte mayormente tus fantasmas, que como hay parentesco en primer grado no cuentan, y lo que es por teléfono, no te llama ni Dios.

Claro que, para suplir las llamadas sonoras, están los puñeteros mensajes, pi, piiii, _los que los finos llaman sms_ que, regularmente, llegan a tu móvil con textos de esos en plan guerra psicológica, todo dulzura, palabras bonitas y cosas así, que te ponen a parir y te recuerdan lo cabrón que eres a todas horas y lo mal padre que, hagas lo que hagas, eres y serás a perpetuidad. Mira tú qué bien.

Finalmente, cuando llevas ya un tiempo viéndolo todo negro y sin blanca, en números rojos desde principios de mes, el joputa del móvil resucita cual Lázaro y se pone a sonar de nuevo a todas horas, incluidas las intempestivas, porque los acreedores de todo tipo y, sobre todo, los usureros de los bancos, que son los únicos que quieren a los padres divorciados, un amor brutal, empiezan a freírte a llamaditas, a ponerte la cabeza como un bombo y el corazón en un puño, amenazándote con esto y con aquello ("Sabrá usted que si no paga lo debido...") para tratar de cobrar los recibos impagados que, muy a tu pesar, van haciendo de ti un cadáver financiero y judicial. Ya veis qué plan.

En resumiendo, que al padre divorciado, el señor don, devenido en ex, recibe, casi en exclusiva, llamadas amenazantes, intimidadoras, ofensivas, vejatorias, con ánimo de joderte bien jodido y de exprimirte como un limón. Para sacarte la pasta que tienes, y la que no tienes también, todo el mundo anda raudo y todo vale. El fin justifica la extorsión.

No es en consecuencia extraño que el padre divorciado prefiera Los gritos del silencio. Que desee, con toda su alma, que no se le vea y no oír nada. Que se olviden de él y le dejen por fin tranquilo, siendo un ex en toda la extensión de la palabra. Un recuerdo. Un fantasma en los campos de la muerte. Un rostro que se desdibuja en la distancia.

Un mal recuerdo, nada más.
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Algunos hombres buenos

A pesar del rechazo, de ser el hazmerreír, de la exclusión social, de la caza de brujas y de tu cartera, no todo es negativo en la mala vida del padre divorciado, esa nueva especie surgida en el último tercio del pasado siglo XX, cuando la pareja convencional del "contigo pan y cebolla" se dio finalmente cuenta de que el sufrimiento de mantenerse anclado a un matrimonio que no funciona es una agonía injustificable, un sinsentido y una tumba, una mortaja de frustración y paripé que no se merece ni ella, ni él y, mucho menos, los hijos de ambos, dignos de algo mejor que un carnaval, de vivir en un ambiente y en un aire auténtico, limpio, lejos de las mascaradas y del ruido de sables con silenciador.

Cierto que una separación trae inevitablemente consigo muerte y devastación, desbandada y soledad, porque es el destino del padre divorciado el verse más solo que la una, abandonado por todos, incluidos el desodorante y los amigos que, salvo honrosas excepciones, prefieren estar a tu lado mientras haya mesa y mantel puesto, comida y bebida para darle gusto al cuerpo, ñam-ñam, preferentemente en tu casa, mejor si pagas tú, oh sí, y dejan de estar cuando te conviertes en una caricatura y en un despojo irreconocible, despedazado por la justicia y la voracidad de las hembras que, por el hecho de ser madres, se convierten _imagino que sin querer y por imperativo biológico_ en mantis religiosas, dispuestas a devorar al macho más pintado so pretexto de darle lo mejor a los hijos, esa razón para el "todo vale", esa excusa para cometer cualquier barbaridad, ese chantaje para el parricidio moral.

No... Si he de ser sincero, ser padre divorciado tiene su punto, cómo no, porque el hecho de quedarte sin nada y con lo puesto te despoja de todo lustre y te compensa la faena de verte pobre de cagarse por la pata con el regalo de la lucidez más extrema: la de ver, por fin, las cosas luminosamente claras. Yo siempre digo, desde mi separación hace años, que uno no sabe con quién estaba casado (o emparejado bajo cualquier fórmula) hasta que el divorcio te separa. Sucede entonces esa sorpresa mayúscula de ver como quien te amó muta en tu enemigo íntimo número uno y llega el doloroso momento de comprobar, en carne propia, que no sabías en el fondo nada de esa persona, que has estado haciendo el panoli al lado de un desconocido total, de un espejismo y un delirio, de alguien que se inventó tu mente calenturienta, haciéndolo a medida de tu imbecilidad.

Con el divorcio se van los amigos, sí, pero sólo los que nunca lo fueron. Y aparecen otros seres, surgidos de la nada, de la chistera de Dios que, compadeciéndose de ti, te los envía como ángeles custodios de tu repentina necesidad, para regalarte una palabra amable, un sofá por unos días, unos euros para que puedas tomar un café solo, y un solo café, en la barra de la soledad más jodida. Son seres generosos que te aman, sin darse cuenta, porque sí, por lo que eres, un hombre sin nombre, un nadie sin nada, y no por lo que tienes o puedan obtener de ti.

Estoy pensando en personas como mi atípico abogado, tipo amable donde los haya, al que conocía por cuestiones profesionales y que nada me debía, quien se hizo cargo de sacar adelante la separación judicial de un muerto de hambre, talmente yo, sin haber cobrado nada todavía hasta el día de hoy. De hecho, no sé ni cuánto le debo, porque nunca me lo dijo.

Hubo otras y otros como él. Unos pocos ángeles custodios. Algunos hombres buenos.

Los justos para seguir creyendo, pese a todo, que por mucho que tu vida se quede a oscuras, siempre podrás recobrar la fe perdida al encontrar luz, guía y consuelo en el faro de algún corazón.
lunes, octubre 17, 2011 0 comentarios

Las amistades peligrosas

Los padres divorciados son a menudo, al menos en los primeros tiempos después de la separación, individuos venidos a menos y muy habitualmente sin amigos. Seres nada dignos de confianza. Traidores de la familia y el dolor de muelas permanente de sus ex. Hombres que algún día fueron personas y que han perdido, por deméritos propios, su condición humana para acabar siendo unos auténticos bestias, animales de esos que se rascan el escroto sin disimulo, dejan la tapa del wáter sin bajar y los calcetines mugrientos, tirados por ahí. Unos cerdos absolutos. Poco más que unos auténticos capullos.

Con tales credenciales, dejan de ser presuntos sapiens y mutan en una especie aparte, evolutivamente fracasada, de hombrecillos _inadaptados y débiles_ incapaces de sobrevivir en un mundo sobrecogedoramente hostil, que pasó, en un abrir y cerrar de piernas, del imperio de sus santísimos cojones al Planeta Ovarios de la galaxia "Ahora-sí-que-te-voy-a-joder". Son, como su propio nombre indica, se-pa-ra-dos, ovejas descarriadas que son apartadas, como apestados, de la manada social.

Eso implica no sólo quedarte, sin tribu, sin clan, sin parienta y sin progenie, sin choza y sin manduca, sin can que te ladre, sino también, en muchos casos, alcanzar el grado más punitivo de aislamiento: sin amigos. Y todo, porque, fieles a las costumbres humanas, los amigos se sienten con derecho y toman partido en favor de la parte aparentemente débil, la hembra que es por defecto víctima y que se encarga de contarles a todos sus desgracias y su versión _perdón, la única verdad_ de la película separacional, cuyo protagonista _ o antagonista, para ser más exactos_ es prolijamente descrito como el falso que tenía a todo el mundo engatusado, ese lobo con piel de cordero, y como aquél que lejos de ser el buen tipo que fingía, es, visto por los ojos justicieros de su ex, una mala persona y un bicho de cuidado, escoria que no hay por donde cogerla, lo peor de lo peor.

Y los amigos, que son todos un tipos justos y ecuánimes donde los haya, tras analizar las apariencias durante un milisegundo y dando absoluto crédito a toda la infamia vertida contra el padre separado de turno, se sienten en su mayoría jueces, que sentencian y ejecutan, sin derecho a juicio previo ni a defensa legal alguna, al subnormal de turno, a ese ex amigo, el embaucador, que resultó ser mal pareja, mal padre y, por encima, malnacido, la madre que lo parió.

Todas esas sesudas deliberaciones y contubernios varios, esos juicios sumarísimos en ausencia del reo, se celebran a puerta cerrada y en petit comité, siempre a espaldas del padre separado, la chusma que se puede pisotear, no vaya a ser que, estando presente, nos embauque como ha hecho tantas veces, ese grandísimo mal amigo, ese supino cabrón. Y tienen lugar en un clima de conspiración cortesana, digna de Las amistades peligrosas.

Más peligrosas que una escopeta de cañones recortados en manos de un ex con amigos de su parte, mil años después de la separación.


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Con la muerte en los talones

La vida del padre separado es como una película de Hitchcock, toda ella puro suspense y emoción, yupi, yupi... Tras quedarme en la calle, con la tarjetas de crédito bloqueadas, sin acceso a mis cuentas bancarias y, de paso, sin poder tocar los menos del mil euros que cobraba en concepto de paro cada mes, ya que, por desgracia para mí, me lo ingresaban en una de esas cuentas misteriosa y sorpresivamente perdidas, me vi en la puta calle, hecho un sin techo total y un pre-mendigo. Mi única no-posesión era el coche que, como ya intuía, no era mío, sino para uso y disfrute de mis hijos, junto con la casa y todo lo demás. Cosa que, dicho sea de paso, me pareció perfecta.

Lo que no me lo pareció tanto fue el repentino castigo que estaba recibiendo, absolutamente desproporcionado, a mi entender. Vale que yo haya sido un mal marido, un tipejo que cogió los bártulos y se fue, pero de ahí a condenarme a la indigencia, hay un trecho. No sé cómo uno llega a sentirse tan superior, tan en su derecho, tan cargado de razones para, deliberadamente, despojar a otro ser humano de lo imprescindible, al punto de colocarlo al borde de un peligroso precipicio.

Reconozco que me sentí C0n la muerte en los talones en aquellos días, un perro callejero más, apaleado y receloso al extremo del género humano _Homo homini cabronis_, entrando en una paradójica espiral de profundo asco por el dinero _al comprobar, en mi persona, las ignominias y saqueos que podían llegar a hacerse por tenerlo, con las más nobles intenciones, eso sí..._ y de necesidad absoluta de él, ya que, en la catacumbas de mi huérfana cartera no quedaba ni para pagarme una pernocta en la pensión más cutre que se pueda imaginar.

Tuve que dormir, al menos una noche, dentro del coche, no sin antes haber dado cuarenta vueltas en el intento de hallar un lugar seguro y discreto para hacerlo en la calle, porque, justo es decirlo, tocado en lo más profundo por la pesadilla que estaba viviendo, me entró un miedo del carajo, casi paranoide, porque a mi mente, que iba de hito en hito y no lograba digerir lo que estaba sucediendo, le dio por pensar que el mundo entero de havía vuelto loco y contra mí, que había llegado el fin de los días _al menos de los míos, sí_ y que el mundo se había poblado de demonios, dispuestos a acabar con el último y mayor gilipollas vivo, o sea, yo.

Acojonado hasta lo inconfesable, metí el coche en un parking de pago y me acurruqué en las profundidades de los asientos para dormitar unas horas y no ser detectado por el ángel exterminador. A la a mañana siguiente, gasté cinco euros que ya no tenía en abrir una cuenta en otro banco, para que el INEM me ingresase el paro fuera de la codicia ajena. Y me fui, acorbadado y con el rabo entre las piernas, a casa de una gran amiga _la única en aquellos tiempos tristísimos_, la misma que, por razones de ésas aparentemente kafkianas que después resultan tener sentido, compartió conmigo los días previos y posteriores a mi infernal separación. Dos proscritos que juntó la necesidad, pues ella huía de una relación de malos tratos y yo huía del esperpento de mí mismo como marido. Nos ayudamos mutuamente. Le di cobijo y me lo devolvió por centuplicado, cosa que, como suele suceder, desde fuera se interpretó como vicio y fornicio, con lo que la versión oficial es que yo me había fugado de mi ex casa con una pelandusca...

Parece imposible, pero sucedió así. Lo juro por Hitchcock.

Cualquier parecido con la ficción es mera coincidencia.
sábado, octubre 15, 2011 0 comentarios

Dispara a matar

El divorcio, para el que nadie te prepara, te pone, de la noche a la mañana, en unas escenas límite e inesperadas que pondrían la piel de gallina al mismísimo Robinson Crusoe.

Yo, sin ir más lejos, que parece que soy tonto del culo y no las veo venir, poco después de cerrar la puerta de mi matrimonio tras de mí, me vi con el agua al cuello de manera fulminante. Y es que, con apenas unos pocos euros en el bolsillo, una maleta con algo de ropa, otra más con unos cuantos libros, cogí las de Villadiego _inconsciente de mí_ sin haber tomado las mínimas precauciones necesarias para garantizar, al menos durante un breve período de tiempo, mi supervivencia.

Ése _que no el único_ fue un error mayúsculo, pues en un santiamén me vi, con cara de bobo, delante de un cajero para sacar algo de pasta de la cuenta hasta la fecha común, sin atinar a entender por qué cojones el puto cajero acababa de tragarse mi Visa nada más la inserté en la ranura correspondiente, tratándome como si fuese un chorizo que intentaba de sacar, con alevosía y premeditación, dinero ajeno con una tarjeta de crédito recién robada.

El misterio de la tarjeta desaparecida no empezó a dilucidarse hasta el día siguiente cuando, puesto en contacto con mi banco para denunciar al cajero automático que me la había birlado ante mis propias narices, me encontré con la papeleta de que no sólo había perdido mi tarjeta para siempre, sino que, para rematar la faena, tampoco tenía _pese a ser cotitular_ acceso a ninguna de mis cuentas bancarias.

En efecto, como muy bien habéis adivinado (cosa que no hice yo), la otra cotitular de esas mismas cuentas _hasta ayer mismo pichoncita mía_ no tuvo mejor ocurrencia que la de desactivar mis tarjetas todas, impedirme el acceso a todas mis cuentas y, para acabar de joderme por completo, montar en la oficina bancaria _antes común y desde ese momento, sólo de ella_ semejante pollo de colores que, acojonados perdidos, los del banco se dejaron convencer _delinquiendo como bellacos, qué os voy a contar..._ de que debía ser eliminado como titular de una cuenta donde guardábamos varios miles de euros para caso de apuro.

Obviamente, tras mandar a la mierda mi presunción de inocencia (si me hubiese querido ir con la pasta, no habría salido de casa con lo puesto...), se me aplicó la ley del forajido, dispara a matar, porque la razón de aquella felonía, de aquella bajeza y puñalada trapera, no había que buscarla en el joderme a mí vivo, no, ¡qué mal pensado soy!, sino en "proteger el dinero de los niños", nuevos titulares, al parecer, de los fondos íntegros que _en la parte que le correspondía_ ganó su padre con sudor.

En definitiva, que en cuanto empiezas a oler a padre divorciado, los demás te la clavan por el culo sin vaselina y, lejos de admitir que el odio es tan ciego como la justicia, lejos de caérseles la cara de vergüenza, justifican sus actos en un por si acaso y amparados en que el sospechoso _vaya usted a saber por qué_ de querer clavársela a los demás, a traición, con nocturnidad y alevosía, eres tú.

Tócate los cojones, Manolín.
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El amor perjudica seriamente la salud

Los hijos, cuando los pierdes por la sola y absurda razón de ser hombre, por el pecado de tener un colgajo entre las piernas, hecho biológico que, ante la ley española, te convierte en progenitor de segunda división _manda huevos_, vulnerando el derecho fundamental a la igualdad que recoge la Constitución sin que a nadie se le ocurra alzar una ceja para mostrar su repulsa, son peores que la nicotina. Se convierten en una adicción. Un gusto que flipas cuando los tienes contigo, pero con efectos muy perjudiciales para la salud, porque pueden ser causa de enfermedades cardiovasculares cuando te faltan, provocar angustia y problemas respiratorios graves y, finalmente, dar lugar a idas de olla y delirios varios de consecuencias impredecibles.

A los hijos habría que prohibírselos directamente a los padres divorciados, abstinencia total, y no permitir, bajo ningún concepto, que los despachen en los estancos del divorcio, porque si no te mata directamente amarlos, lo probable es que acaba contigo alguna ex, cuyo consumo, en cualquier cantidad, por pequeña que sea, está absolutamente desaconsejado: las ex son, por definición, una madres tan cojonudas, tan perfectas, que la simple contemplación de su divina santidad puede, de un infarto de caballo, mandarte a tocar la lira al más allá. Así de peliagudo es el asunto, damos y caballeras.

Yo doy fe de que la citada adicción a la sustancia filial, la peligrosísima filicotina, es la más daniña _¡dónde va a parar!_ de todas las drogas conocidas, ya que durante los tres años siguientes a mi separación matrimonial, tiempo en que los disfruté la mayor parte del tiempo, cuanto más los veía, más deseaba verlos, como si me hubiesen poseído, y con que sólo transcurriesen tres días sin verlos, el mono de la dependencia era tan fuerte, tan doloroso, que sentía írseme la vida por las alcantarillas.

No era capaz de razonar que aquello era un exceso. Que aquellos hijos, siendo míos, no lo eran en absoluto, porque la ley, la señora de la venda en los ojos, me consideraba padre completo para las obligaciones, cuarto y mitad de padre, apenas el tío-visitas para todo lo demás. De aquel estado de enloquecida adicción me sacó la cruda realidad de que, la progenitora de las criaturas, con las mejores intenciones, como todo el mundo, decidió mudarse con ellos al quinto pino por razones laborales, a más de setecientos kilómetros de donde estaba no quien pare y decide, sino el prescindible que puso el semen, dejándome hecho una mierda y con un mono de mis hijos tan descomunal que parecía King Kong.

En esos momentos, te das cuenta de la mierda que vale un padre divorciado y comprendes, de forma brusca y muy dolorosa, que lo de la patria potestad compartida es un cuento chino más de la justicia, porque lo que es en mi caso ni en ese momento, ni en ningún otro, tomé yo partido en decisiones esenciales de la vida de mis hijos. Un cero a la izquierda total.

Para más jodienda, a la nada y la carcoma que deja en tu alma la ausencia prolongada de los hijos, tuve que sumar, como si fuese yo el que hubiese decidido que se fuesen a vivir a la estratosfera _¡manda huevos, de nuevo!_, las correspondientes acusaciones de que era yo, que dada mi precaria situación económica apenas podía ir en bus hasta la esquina, mucho menos pagarme viajes regulares (y hoteles para estar con ellos) hasta el dichoso quinto pinto donde me los llevaron, el pésimo padre que tenía abandonados a sus hijos.

Lo dicho: Tener hijos tiene efectos muy perjudiciales, pero que muy perjudiciales, para la salud.

Y amarlos, ya ni te cuento.
viernes, octubre 14, 2011 0 comentarios

Sospechosos habituales

Como de todo hay en la viña del Señor, aquellos padres divorciados para los que sus hijos son apenas un efecto, secundario e indeseado, de un polvo más en el camino, viven el divorcio como una liberación. Sus obligaciones paternas como papel mojado. Los vínculos, en absoluto emocionales, como un lastre que están deseosos de soltar. Y, de hecho, lo hacen, pues son muchos los que aplican, respecto a las famosas pensiones alimenticias, la política de pasando que es gerundio, y con relación a mantener contacto afectivo con sus hijos, la injustificable desvergüenza del "si te he visto, no me acuerdo".

Son esos padres que, por numerosos, más cuanto más atrás vayamos en ese tiempo de 25 años que lleva vigente la ley del divorcio, han llegado a formar un estereotipo en el imaginario colectivo, falazmente aplicado a todos los demás. En parte por la indeseable experiencia de ciertas madres, convenientemente difundida por los medios de comunicación _siempre atentos a confundir únicamente lo malo como noticiable_, en parte por intereses creados de otras tantas mujeres, que alimentan su leyenda de madres-coraje a costa de demonizar por defecto a los ex, ese estereotipo de padre cabrón, pasota y con pintas _ése es el prisma universalmente aceptado como válido_ desde el cual se nos mira a todos los demás.

Por mucho que existan los padres de "¿pero tú no tomabas la píldora?" y de "¿seguro que el hijo es mío?" _padres de los de afeitarse para arriba, en definitiva_, ser papá divorciado no es ningún chollo, os lo digo yo. Y no lo es por culpa de ese maldito estereotipo que nos convierte, a los padres divorciados en su conjunto, en Sospechosos habituales.

Os pongo unos ejemplos sencillos para ilustrar la aparente chorrada que digo... Como se nos supone lo peor de lo peor _Imaginaos... ¡Hombres, esos que son todos iguales!... ¡Esos que comen el pollo con los dedos y piensan con la polla, ¡¡puf!!!..._, cuando dices que no puedes es que no quieres; si nos das es no porque no tengas, sino porque, siendo cerdo y avaricioso, te lo guardas; si vas, "¿por qué no vienes?"; si vienes, "¿por qué no vas?"; si subes, "ya estás bajando ahora mismo"; si bajas, "sube de una puta vez"; si dices, es porque algo callas; si callas es que "tú nunca hablas"; si vas de frente, algo ocultas; si guardas la ropa para no hacer sangre, eres el típico cobarde que no se atreve a nadar... Y así hasta el infinito... y mucho más allá.

Nuestra mala fama es nuestra cruz. Es más fácil linchar moralmente a millones de padres divorciados que acabar con una sola idea, la de que somos la escoria de la tierra.

Y todo porque olvidamos, demasiado a menudo, las lecciones de la historia. Olvidamos a los excluidos por la tiranía de las mayorías. A los negros y a los gitanos. A los gays, lesbianas y transexuales. A los pobres de solemnidad y a los mendigos. A todos los que, en algún momento, son segregados y perseguidos por cualquier causa, por el simple hecho de ser diferentes.

Olvidamos que, por mucho que cien mil burros estén de acuerdo en algo, no deja de ser una mayúscula burrada.
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En busca de la felicidad

Para que nadie se confunda y piense que este blog lo está escribiendo Santa María Goretti desde el más allá, que Dios la tenga en su gloria, admito, aquí y ahora, antes de que se me confunda con un mirlo blanco, que, como padre, no soy ni el mejor ni el peor, sino un papá del montón. Criticable, puestos a hacer sangre _ese deporte tan del gusto de los humanos de lapidar al prójimo por sentirse superior a él_, desde las cualidades que se le suponen a un padre comme il faut, a un progenitor de la vieja escuela, soy, he de admitirlo, una nulidad integral. Ninguna de esas cualidades me adornan. Ninguna virtud clásica me salva.

Ni tengo los cojones como dos camiones para darles el nivel de vida que cualquier padre sueña ofrecer a sus hijos, ni he sabido _hasta la fecha_ recuperarme de un monumental batacazo laboral que tuve hace tiempo, momento en que, tras años de bonanza y de papá noeles cargados hasta los topes, caí desde el altar de papá razonablemente adinerado, pues mi profesión de entonces daba para algo más que lo estrictamente impresindible, al pozo de la miserable lucha por la subistencia, trance en el que, a mi pesar y por desgracia para ellos, todavía me hallo.

Soy, si queréis verlo así, un papá económicamente enjuto y escuchumizado, una poquita cosa monetaria, una hucha permanentemente vacía, una posibilidad de ir al cine, de volar a Disneylandia, que se hace tristísima quimera, y una cartera mendicante que _con generosísima ayuda periódica de mis propios padres y abuelos de las criaturas, esos sí que valen_ a duras penas consigue juntar, euro a euro, la "mierda de pensión" de la que ya os hablé.

Dicho en plata: Soy el papá divorciado que puedo; casi nunca el que quiero. Mi único consuelo al hecho de ser tan mal padre lo constituye no el hecho diferencial de mi pobreza, a un milisegundo casi siempre de la indigencia, sino el hecho de transmitirles mi singular forma de ver la vida, como el escenario perfecto, más allá de cualquier apariencia, para que ellos sean felices no supeditándolo a tener esto o aquello, a parecer más o menos que aquél, a competir para ser los primeros y más cabrones _léase darwinianamente más "aptos"_, sino siendo, sencillamente, ellos mismos.

Como padre y como hombre, me importa un soberano pimiento lo que lleguen a ser o hacer desde lo que la sociedad espera. Los amaré sean superabogados o humildes albañiles. No pretendo que sean los más altos, los más guapos, los más narcisos. Me importa sólo que hagan lo que aman y que amen lo que hacen. Que elijan lo que elijan, les haga sentirse bien. Que les dibuje en el rostro una sonrisa, despreciada e incomprendida por todos, sin motivo aparente.

Y por eso les digo que la magia existe y les reitero hasta el hastío, pobrecitos míos, que son únicos, irrepetibles, tan bellos por dento como el que más, tan valiosos como cualquiera, pero nunca más ni mejores que nadie. Y les invito, cada vez, a no seguir como borregos lo que dicen las mayorías que está o bien o mal. Les deseo que piensen por sí mismos. Que se atrevan a equivocarse. A encontrar su propio camino, nunca desde la cabeza, siempre desde el corazón. Y les pido que no juzquen, porque ellos son aquél al que juzgan, y que tampoco permitan nunca que nadie les juzgue, que les diga que son menos, que les aparte de sus sueños os les haga desistir de ir En busca de la felicidad.

Ésa es mi única y empobrecida herencia. Mi pírrica riqueza para ellos. Mi legado de padre divorciado.

Pero, como no soy santa María Goretti, un papá con caché, pedigree y guante blanco, no me engaño en absoluto:

En este mundo maravilloso, un padre divorciado vale, exactamente, lo que dice su cartera.

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La matanza de Texas

Antes de proseguir con el relato de mis aventuras y desventuras como padre divorciado, hago aquí un deliberado alto en el camino para gritar, a los cuatro vientos y aún más allá, que, aunque me sobrarían seguramente muchas razones, tan humanas como mezquinas, para hacerlo si quisiera, este blog no forma parte de ningún tipo de vendeta personal, de ajuste de cuentas, de ojo por ojo, de acusación contra nadie, de apología de mí mismo, de echar balones fuera y las culpas de todo a otros, de ir de víctima y padre jodido por la vida, de cumplir con el papel de ex rencoroso del copón y cagarme en la puta que parió a todo lo que se menea.

Una vez confesado lo inconfesable, de que mi razón primera para escribir es, en este orden, porque me da un gusto que te cagas y por tratar de vivir dignamente de ello, os comunico que este blog es, sencillamente, un acto meditado de conciencia, un legítimo ejercicio de mi libertad en un intento, puede que vano, de que mi testimonio, personalísimo aunque anónimo, sirva ya no para sacarle las castañas del fuego a ningún padre divorciado como yo, que cada cual, mal que nos pese, debe cargar con su propia cruz y caminar solo hacia su calvario, sino de hacerle saber a alguno de ellos que no está solo y, en el mejor de los casos, arrancarle una sonrisa de complicidad en la desgracia, una pequeña luz en el camino que le distraiga, aunque sea un segundo, de la ignominia, de las patadas constantes en el culo, del sanbenito de ser el cabrón del ex, del cuestionamiento constante de su valía como padre.

Que nadie venga, pues, buscando aquí carnaza y amarillismo, las vísceras de ninguna ex tras abrirla yo en canal con la motosierra de mis afiladas palabras, en plan La matanza de Texas, porque este padre divorciado, lleno de defectos por un tubo, con un currículum de errores cometidos que espanta, no es quien ni mejor que nadie para crucificar a otros, aún _y es éste mi caso_ cuando esos otros me han difamado, insultado, calumniado y puesto de hijo de la gran puta para arriba en foros privados y, lo que es peor y delictivo, también en los públicos.

Que nadie venga a este blog a buscar mierda de saldo, que de ésa ya he tenido yo demasiada en mi vida, y, a pesar de que me debo a la verdad, mucho más me debo al respeto que merecen mis hijos, que ninguna culpa tienen de nada y para quienes no quiero, ni quiero sobre mi conciencia, que puedan reprocharme nunca que su padre dijo alguna vez una palabra más alta que otra sobre su señora madre, así tuviese yo más razón que un santo, así se me estuviesen llevando los demonios.

No. Ni en la más estricta intimidad mis hijos han oído, jamás, nada malo contra su progenitora. Ni está previsto que lo oigan.

Este blog no va de vengaza. Ni de que la única verdad es la mía.

Este blog va de decir lo que no se suele decir. De contar lo que nadie quiere oír. De airear la mierda que siempre, y por defecto, se coloca bajo la alfombra del perdedor. De desenmascarar a las supuesta víctimas y a los presuntos culpables para que se haga la luz y finalmente podamos comprender, los divorciados y los por divorciar, que todos somos cómplices de un mundo tan ruin y maniqueo, tan agresivo y enganchado a la lucha, tan amante de competir y arrebatar, y tan negado para la generosidad de compartir, tan falso en lo que vende como verdades que da más que pena, asco.

Un infinito asco.
jueves, octubre 13, 2011 0 comentarios

Por un puñado de dólares

Para demostrar científicamente, y sin ningún género de dudas, que el dichoso divorcio es río revuelto para ganancia de ex cónyuges carroñeros, ya sean femeninos o masculinos, que tanto da, y que las motivaciones económicas _vulgarmente conocidas como trincar la pasta_ son el quid de todo el asunto separacional, destaco un hecho paradójico de mi historia personal, la curiosa circunstancia de que si antes de firmar el acuerdo de separación no me fue permitido ver a mis hijos en tres meses, en los tres años siguientes a mi separación legal _yo aún pillé ese tiempo en que la ley te obligaba a un tiempo de reflexión por si decidías dar marcha atrás y renunciar al golpe de gracia del divorcio, una forma cualquiera de liar las cosas y cobrarte dos veces por la misma cosa_, los vi, a Dios gracias, hasta en la sopa.

Lo mío debe ser un caso digno de estudio, porque tanto marear la perdiz con negarme la custodia compartida para, al final, acabar ellos conviviendo conmigo en un minúsculo apartamento que conseguí alquilar a un precio que no nos matase de hambre más de la mitad de los días de muchas semanas, los fines de semana todos y todos puentes y fiestas de guardar. ¿Alguien lo entiende?... Primero, estaba yo loco y perturbado total y suponía un peligro mortal para ellos, según sesuda tesis defendida por la abogada de la otra parte para negarme el verlos, ni siquiera delante de testigos y la guardia civil apuntándome directamente a la cabeza. Después, una vez que, tras desistir de sacarme la pasta que no tenía y firmar por aburrimiento la separación, me convertí en padre y muy señor mío, de guardia permanente, de absoluto fiar, sí señor.

Eso sí, por mucho que yo tuviese que alquilar un garito con una habitación de más para ellos, como si viviesen a tiempo completo conmigo, y de verme en la tesitura y necesidad de subarrendar mi propia habitación y dormir en el sofá para sobrevivir ellos, yo y un perro que, como éramos pocos, nos parió la abuela de la necesidad, no hubo Cristo que a mí me librase de pagar la pensión de marras, la misma que, en boca ajena, es definida como "la pensión de mierda que pagas a tus hijos" (al leer esto último enfatícese todo lo posible la palabra "mierda").

Una pensión "de mierda" que, por esto o por vaya usted a saber por qué, por ser a fin de cuentas un incapaz y un cenizo laboral, a mí me ha costado un riñón y parte de otro, la vida misma pagar, pese a lo cual nunca ha dejado de pagarse. La misma pensión de mierda que, cuando me hice cargo de mis hijos más días y momentos que nadie, a mí nadie me pagó. La misma pensión "de mierda" que, al filo de los tres años de gracia y felicidad señalados, cuando me quedé con mis hijos unos meses _valiente imbécil_ para que su progenitora se los llevase a tomar por culo de mí mismo, supuestamente para darles un futuro mejor que yo, a mí nadie me pagó, más que, a lo sumo y a regañadientes, una parte de esa misma llamada "pensión de mierda", es decir, una "mierdecilla" de minipensión.

La misma "pensión de mierda", y con esto concluyo, que, a pesar de no ser, ni de coña, acorde con mis circunstancias personales y económicas (si la revisase un juez indocumentado, que no supiese sumar y restar, se vería en la necesidad, por simple sentido común, de recortarla hasta la ridiculez), de tarde en tarde se me sigue pasando por las narices, la misma con la que se me hacen trajes periódicos, la misma que me convierte en una "mierda de padre", en el peor ex que San Divorcio parió.

La misma, al fin, que, maldita sea mi estampa, me cuesta esta mierda de vida de divorciado cada mes. Por un puto puñado de dólares, mecagüentó.
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El lado oscuro del corazón

La sordidez del tinglado legal que rodea a todo lo que tenga que ver con un divorcio es un chiste y nada en comparación con el dolor indescriptible que acompaña a la ausencia repentina de los hijos. Ése sí que es el sufrimiento con mayúsculas, al menos que yo conozca. El divorcio es, en ese sentido, lo más cercano a la agonía, lo más parecido a la muerte. Pero no se trata de una muerte fulminante e indolora, esa jauja, sino de otra, más cabrona que ninguna, lenta y agónica, salpicada de paradas cardíacas cuando ellos dejan de estar, ojos que nos los ven corazón que sí siente _¡vaya si siente!..._, de las que sólo puede sacarte el electroshock de las puñeteras visitas.

La vida paterna del divorciado con hijos _¡perdón, sin ellos!..._ es forzosamente perjudicial para la salud, porque, a nivel emocional, se convierte en una enfermiza mezcla de montaña rusa y casa de los horrores, con caídas repentinas en el pozo de la más profunda desesperación, ataques de pánico injustificado y dosis maquiavélicamente pensadas de una cierta calma, entre infierno e infierno, para mantenerte con un hilo de vida, apenas el justo que te regalan los besos y la risa de tus hijos, la respiración asistida estrictamente necesaria para que _me imagino_ puedas seguir pagando la pensión.

Pero si malo es no disfrutar de la cercanía permante de los hijos, peor resulta _lo digo por experiencia_ pasar por el lugar de la nada y el vacío, el tiempo en que, de ya para ya, dejas de verlos hasta que un documento legal rubricado por un juez, que no te conoce a ti ni a ellos, ni lo pretende porque sirve a esa señora ciega que llaman justicia, te cambia _porque para eso ha estudiado, el tío_ el nombre de papá por el de padre-visitas. En mi caso fueron tres meses de suplicio desde que salí de la que un día llamé por error mi casa, como alma que lleva el diablo, hasta que, hecho una sombra de mí mismo, pude volver a abrazarlos, porque había sido autorizado por terceros _hay que joderse con las cosas de esta mierda de mundo_ a acercarme de nuevo a ellos.

Esa experiencia sin ellos, sin saber qué diablos iba a pasar, me pasó la factura de la única y auténtica depresión de caballo de mi perra vida. Se cumplió en mí, en tanto que padre, el tópico macabramente certero de que no se da el valor justo a alguien hasta que se pierde. Creí morir mil veces en esos tres meses del demonio. Quise morir otras tantas. El banco mundial de llanto, repentino, caudaloso y sin aparente causa, estuvo a punto de quebrar por mi inconsolable culpa, tantas fueron las lágrimas _de rabia, impotencia y sufrimiento hasta entonces desconocido_ que vertí en nombre de su infantil ausencia. Esa forma de muerte sin morirte.

La soledad más atroz. La más infame de las tristezas.

Por la ausencia de mis hijos conocí el lado oscuro del corazón, la verdad _que sólo él entiende_ de que si no ser amado es una putada, no poder amar es el peor de todos los infiernos.

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El hombre de Alcatraz

Con el rabo entre las piernas y perdida, sin siquiera presentar batalla, la guerra que nunca llegó a ser por la custodia de mis hijos, bajé por fuerza el nivel y le pedí a mi abogado que propusiese, a la otra parte, la solución consensuada de la custodia compartida. Desde mis limitadas entendederas _a fin de cuentas, soy hombre_ creía en esa fórmula como la más adecuada y menos traumática para los niños y la más justa para ambos padres que, al margen de las comunes diferencias, nos veríamos avocados al necesario entendimiento en favor de los menores y responsabilizados, en igualdad de condiciones, en sacarlos a delante sin cuchilladas traperas por la espalda.

Y de nuevo ese abogado mío, tan encorbatado él, un auténtico aguafiestas con gomina, vertió sobre mis paternas expectativas un jarro de agua fría judicial que me dejó más triste y acorbadado que un torero en Cataluña. La cuestión es que con la ley que regula el divorcio en la mano, desde su aprobación hace actualmente 25 años, los jueces españoles _hombres casi todos ellos de mente abierta, conscientes de los cambios sociales y paladines togados de la progresía_ conceden, por norma y defecto, la custodia de los hijos a las mujeres en el 99 por ciento de los casos. La razón poderosa, como ya he expresado anteriormente, es que ellas tienen coño, qué coño, y nosotros, simples ex maridos testosterónicos, no.

Y aunque la ley no excluye, desde la más pura teoría y por omisión, la posibilidad de una custodia compartida previo acuerdo mutuo, la realidad es la de una legalidad sexista de cojones, ya que llaman acuerdo a lo que es puro y simple veto femenino y materno, pues son ellas, las madres, que tienen, por narices, y porque les viene de serie, la custodia de los hijos y todas las sartenes por el mango, las que, con su simple oposición, mandan la custodia compartida al limbo y, ya de paso, qué gusto, los sueños paternos de sus ex directamente a la alcantarilla.

Y hoy, que se empieza a hablar en este país de retocar la ley e incluir la custodia compartida como el desideratum de cara al bien de los hijos, y el final de la discriminación por ovarios de los padres, todo sea dicho, se nos vende gato por liebre una vez más al supeditarla al mutuo acuerdo que disfraza el "haz lo que te salga del puñetero higo, María"... Déja vu.

Pero, como ya es sabido, yo debo viajar siete años atrás en el tiempo y situarme en una España donde la custodia compartida era, simple y llanamente, ciencia ficción. Mi abogado lo fue del diablo y, eso le honra, me advirtió que no concibiese esperanza alguna al respecto y la letrada sacapensionesjustas de la otra parte lo rubricó: De custodias compartidas nanay que, en ese caso, no hay pensión que llevarse al huerto...

Vencido por la absurda realidad legal y social, sintiéndome en el más absoluto desamparo, a merced absoluta de la otra parte que, por motivos que hoy escribo y sigo sin entender, así me aspen vivo, tenía todos los derechos de su lado y yo únicamente decir "amén" y obligaciones. Me tuve que meter mis pretensiones paternas por donde me estaban dando más duro, el orto mío mismamente, y hecho una mierda, le dije a mi abogado que adelante, que el poco dinero común que había, la casa y todo su contenido, el coche y, por supuesto, la custodia de los niños, p'a ella, quedando para mí el convenio tradicional de padre-págame-la-pensión y con derecho a visitas.

La única buena noticia es que la abogada de la otra parte, quizás tras contratar a investigadores y comprobar que era yo más pobre que una rata, que lo único que podía considerarse legítimamente mío era la cloaca de mi vida, tuvo un rapto de sentido común sin precedentes y se avino a pactar una pensión más acorde con las circunstancias personales mías, dignas del mismísimo Carpanta.

Hubo acuerdo entre las partes, al fin. El acuerdo que marca la ley: ponga usted el culo para todo que, tanto dentro del matrimonio como fuera de él, la que manda es la mujer, qué se había creído usted. Mi abogado y yo fuimos citados en el impresionante despacho de la abogada de la otra parte, decorado con piel de ex y a golpe de pensiones, todas ellas justas, conseguidas en noble lid por la letrada en cuestión. Allí nos esperaban las otras partes, la mía y la de él, y un documento, la separación matrimonial y su convenio regulador, de padre pensionista y visitador, que firmamos sin mirarnos a los ojos para no acuchillarnos allí mismo.

Me sentí, lo juro, como Burt Lancanster. El puto hombre de Alcatraz cuando le entregan una sórdida caja con su uniforme de preso ante de entrar en el trullo.

A mí me entregaron, como premio de consolación tras largos años de convivencia, una triste caja de cartón con mis únicas pertenencias, lo único legalmente mío, varias prendas de ropa que ya no me pertenecían, sina al pésimo marido que fui.

Se había cerrado, por fin, la puerta de mi matrimonio.

Pero se abrían, de par en par para mí, las de la cárcel para padres divorciados. Lejos, muy lejos, de algo parecido a la justicia.

Peor aún: Infinitamente lejos de mis hijos.
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Toma el dinero y córre... (te)


Confieso que llegué al asunto del divorcio como quien va al matadero, hecho un cordero de la life y sin tener la más mínima idea de la que se me venía encima. Creía, hay que ser imbécil, que la cosa iba a ser vista y no vista, un trámite necesario para cerrar una etapa de mi vida, hacerles, en lo posible, dulcemente amargo el mal trago a mis hijos y empezar de nuevo, más sabios, un camino mejor para quien contigo compartió un tramo del camino, aunque fuese amargo, un futuro de mayor alegría para los hijos y una oportunidad de volver a sonreír para uno mismo.

Todo paparruchas.

La cosa de la separación y del divorcio no va de amor o desamor, de felicidad o infelicidad, de nuevas oportunidades, de renovadas esperanzas, de hacer borrón y cuenta nueva y tratar _el más difícil todavía_ de no repetir viejos errores y de aprobar la asignatura pendiente de la idiotez supina con que, habitualmente, la mayoría manejamos nuestras tristes y monótonas vidas, qué va. ¡Ya me habría gustado a mí que fuese así!... No, señoros y caballeras, la cosa del divorcio va de la puta pasta gansa, de tomar el dinero y sal corriendo... ¡y no se hable más!...

De nuevo fue mi abogado quien, con profesional hostiazo, me sacó, de un disparo de palabras que sin duda cargaba el diablo, los pájaros todos de mi atolondrada cabeza...

_"La abogada de la otra parte pide una pensión mensual de 600 euros"...

Lo habéis adivinado perfectamente: ¡Me quedé muerto allí mismo!...

Y eso que, al principio, pensé que mi letrado estaba de coña, que, viéndome hecho un guiñapo humano tras estar tres meses sin poder ver a mis hijos, y con el buen propósito de rescatarme de la grisura de individuo que yo era entonces _más que durante mi matrimonio, que ya es decir_, no se le había ocurrido mejor cosa que soltarme un disparate como aquél de los 600 euracos del ala... Para ver si me daba la risa la ocurrencia...

Pero la verdad es que no me dió. La risa, digo. Y sí algo parecido a un ataque de apoplejía galopante por absoluta incomprensión cuando, mirando sus ojos de impasible tribunal, comprendí, no sin sentir un gracial escalofrío, que no estaba ni remotamente de guasa ni se había vuelto loco de remate, cosa que a todas luces parecía.

Así que, según las cuentas del gran capitan de la abogada de la otra parte, feminista declarada y especializada en divorcios de los de dejar a los ex maridos más tiesos que la mojama, por aquello tan justo de los dos ojos por uno, la dentadura completa por un solo diente, de mi subsidio por desempleo de 900 y pocos euros, debía pagar nada menos que 600 en concepto de pensión, y todo ello tras haberme quedado con una mano delante y otra detrás, lo que se dice a dos velas, de la noche a la mañana.

Aclaro que, en base a la situación económica del país por aquel entonces, en aquellos tiempos míos de caminar como oveja al matadero del divorcio, pagaba yo, tras remover cielo y tierra en busca de una vivienda de saldo, algo más de 300 euros en concepto de alquiler, todos los recibos mensuales y comida aparte...

Las nobilísimas intenciones de la otra parte, perfectamente adornadas y legitimadas en base al bien de los niños, que siempre suena cojonudo, suponía mi condena a vivir bajo un puente y de la mendicidad... Y por mucho que mi abogado, consciente de que estaba ante un muerto de hambre, de un tipo que no tenía otra riqueza que sus deudas, trató en vano de animarme argumentando que ningún juez (e incluso, jueza) mínimamente en sus cabales establecería, llegado el caso y ante la falta de acuerdo, como justa pensión alimenticia un tercio de mis miserables 900 euros de paro, tirando por lo alto, aquello me sonó a vendeta de la peor especie, a usura por decirlo fino, a no estar bien de la cabeza.

Aquella demencia de la abogada de la otra parte me convenció de que, en efecto, el divorcio de las narices es una cuestión que nada tiene que ver con bienestares de niños, sino con un atraco legal a mano armada.

Y sí, imaginé que mi final como persona y como hombre, como padre, era parte de un plan maquiavélico y delirante cuyos objetivos ocultos excedían con creces mi capacidad de comprensión. Imaginé que aquél era el precio suicida que debía pagar por tantos errores cometidos por mi parte. E imaginé que la cosa iba de coger el dinero a cualquier precio para correrse después de gusto con la desgracia ajena.

La mía, sin ir más lejos.
miércoles, octubre 12, 2011 0 comentarios

Cinderella Man

Como si hubiese sucedido ayer. Me parece estar viendo la cara de mi abogado, mirándome, asombrado, como quien ve por primera vez a un perfecto imbécil, como quien descubre, allí donde esperaba encontrar un mínimo atisbo de vida inteligente, a un cenutrio integral, única especie que, rayando la lucidez de la ameba, se hubiese a atrevido a plantearle lo inimaginable y lo imposible: La custodia paterna de los hijos.

"Ni siquiera en el caso de que la madre fuese, desde el punto de vista social, lo peor de lo peor _toxicómana o prostituta, sin ir más lejos, o ambas cosas a la vez_, pues ni siquiera en ese caso sería fácil arrebatarle la custodia", me soltó a bocajarro mi letrado, la madre que lo parió, situándome en la realidad social y jurídica española y haciendo que se me cayesen, allí mismo, delante de sus letradas narices, los cataplines al suelo... y el alma a los pies de la evidencia de que, para la justicia, el hecho de ser hombre supone una incapacidad manifiesta, una tara masculina y congénita, a la hora de hacerse cargo del cuidado y educación de su prole.

Y todo lo contrario, el hecho de ser biógicamente hembra es, por sí mismo, razón más que suficiente que te acredita como una madre de tres pareces de narices, como el no va más de lo que necesita cualquier crío, la ventaja evolutiva que, en caso de separación de tu pareja, paradójicamente y de forma muy machista te convierte en la parte más fuerte y capaz de criar y educar y, al tiempo, en la parte débil y a proteger... La última a la hora de dar y la primera a la hora de recibir.

Ser mujer te hace, por arte magia, la pera limonera y la custodia pluscuamperfecta de los hijos _¡dónde va a parar!_ sin que nadie se tome la molestia de verificar _para salvaguardar los intereses de los niños a los que se dice proteger_ si la susodicha hembra es un santa o una japuta, que lo mismito a todos les da, que ya se sabe que la justicia es una señora ciega de nacimiento que no ve a todos por igual, ¡la madre que la parió!...

Por una vez, ser mujer es una ventaja, lo que estaría de puta madre si no fuese porque se hace pasar por discriminación positiva lo que es, en el fondo, un atavismo de otra era, un machismo recalcitrante y del copón, que se disfraza de cosa progre y fetén, y en base al cual las señoras están, a priori y por el simple hecho de tener coño, más capacitadas que nadie para hacerse cargo de los hijos, mire usted que bien. Nada nuevo bajo ningún sol.

No. Aquel aciago día mi abogado no se anduvo con chiquitas, no señor, y me hizo caer del ring a mamporrazos. Mordí el polvo de la realidad judicial y deseché la peregrina idea de luchar por ser yo quien llevase, como había hecho siempre, la fregona en casa y la custodia de mis dos hijos. Fui un indigno Cinderella Man y me dejé tumbar...

Mi abogado tenía razón: Era un combate amañado y perdido de antemano.

Yo era tan solo un hombre "sin"... Sin dinero, sin casa, sin coche, sin hijos y, lo que es peor...

Sin coño.
 
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