El año posterior a mi separación matrimonial fue el año de estar la mayor parte del tiempo con mis hijos. El necesario para que cicatrizase la profunda herida de perderlos, para recuperarme, en parte, del trauma de no haberlos visto durantes tres meses o, lo que es lo mismo, tres eternidades que pasé en el infierno más oscuro de mí mismo. Y fue también, para ellos, pero sobre todo para mí, el año de los grandes aprendizajes de esta existencia, de darle importancia a lo esencial, de quitársela a todo lo superfluo.
Recuerdo ese año como uno de los más felices de mi vida, uno de los más plenos y gozosos a pesar de sobrevivir en el umbral mismo de la indigencia. Fuimos dichosos con casi nada. Alegría en medio de la necesidad acuciante y nos amamos como se aman los animales, voraz y salvajemente. Por puro instinto. Aquel fue el año de dejar de ser yo padre convencional y ellos, hijos de catálogo, ya que nos convertimos en una santísima trinidad de risas y aventuras compartidas, en un mismo ser que compartía lo poco o nada que tenía, que gozaba de cada segundo como si fuese el primero, como si, en cualquier momento, pudiese ser el último.
En la casa de los pitufos donde vivíamos no existía nada parecido al tiempo, ni era república o democracia nuestro hogar, sencillamente porque no había gran cosa que votar o elegir, salvo ir al parque de al lado de casa, o a cualquier otro, porque eran gratis y para sentirnos, entre juegos, libres del asedio de los bancos, del cerco pertinaz de mis acreedores, y olvidarnos del mundo y sus intrigas. Sólo existía el ahora, porque pensar en lo negro del futuro era sentenciar a muerte el momento. Y eso sí que no.
Por primera vez en mi vida consciente, la única elección posible fue vivir.
Y a pesar de que los poco más de cien euros de paro que me quedaban libres cada mes, una vez pagados el alquiler, los recibos y su pensión, me las ingenié para trabajar en plan comercial freelance para una multinacional, sin cárcel de oficina ni condena de horario, con lo que saqué lo justo para detener las agujas del reloj y comprar el momento, una gota de paz interior en el océano de mi procelosa vida. Ésa fue mi cura de padre malherido y el regalo de mi alma para mis hijos.
Contra todo pronóstico, el que debía ser El año que vivimos peligrosamente, donde tuve tantas veces que tragárme las lágrimas para que no me vieran llorando, que engullir, a escondidas, cientos de bocadillos de mortadela para que ellos comiesen en plato caliente y de forma digna, para que hubiese dinero con que adornar la desangelada nevera con leche y algún yogur, se convirtió, por actitud, porque aptitudes no se me conocen, en el año que descubrimos que la felicidad con mayúsculas reside en la absoluta simplicidad.
Fue el año que descubrimos el valor de las cosas pequeñas. El secreto de la riqueza más grande del mundo, cuantificada en apenas tres palabras:
Amar, Vivir, Gozar.
Recuerdo ese año como uno de los más felices de mi vida, uno de los más plenos y gozosos a pesar de sobrevivir en el umbral mismo de la indigencia. Fuimos dichosos con casi nada. Alegría en medio de la necesidad acuciante y nos amamos como se aman los animales, voraz y salvajemente. Por puro instinto. Aquel fue el año de dejar de ser yo padre convencional y ellos, hijos de catálogo, ya que nos convertimos en una santísima trinidad de risas y aventuras compartidas, en un mismo ser que compartía lo poco o nada que tenía, que gozaba de cada segundo como si fuese el primero, como si, en cualquier momento, pudiese ser el último.
En la casa de los pitufos donde vivíamos no existía nada parecido al tiempo, ni era república o democracia nuestro hogar, sencillamente porque no había gran cosa que votar o elegir, salvo ir al parque de al lado de casa, o a cualquier otro, porque eran gratis y para sentirnos, entre juegos, libres del asedio de los bancos, del cerco pertinaz de mis acreedores, y olvidarnos del mundo y sus intrigas. Sólo existía el ahora, porque pensar en lo negro del futuro era sentenciar a muerte el momento. Y eso sí que no.
Por primera vez en mi vida consciente, la única elección posible fue vivir.
Y a pesar de que los poco más de cien euros de paro que me quedaban libres cada mes, una vez pagados el alquiler, los recibos y su pensión, me las ingenié para trabajar en plan comercial freelance para una multinacional, sin cárcel de oficina ni condena de horario, con lo que saqué lo justo para detener las agujas del reloj y comprar el momento, una gota de paz interior en el océano de mi procelosa vida. Ésa fue mi cura de padre malherido y el regalo de mi alma para mis hijos.
Contra todo pronóstico, el que debía ser El año que vivimos peligrosamente, donde tuve tantas veces que tragárme las lágrimas para que no me vieran llorando, que engullir, a escondidas, cientos de bocadillos de mortadela para que ellos comiesen en plato caliente y de forma digna, para que hubiese dinero con que adornar la desangelada nevera con leche y algún yogur, se convirtió, por actitud, porque aptitudes no se me conocen, en el año que descubrimos que la felicidad con mayúsculas reside en la absoluta simplicidad.
Fue el año que descubrimos el valor de las cosas pequeñas. El secreto de la riqueza más grande del mundo, cuantificada en apenas tres palabras:
Amar, Vivir, Gozar.
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