sábado, octubre 29, 2011 1 comentarios

El amor en los tiempos de (la) cólera

Como ya dejé caer hace unos cuantos post, poco más de un año después de mi separación llegó a mi vida ella para hacerme comprender que lo que hasta la fecha había yo considerado amor era una triste caricatura de tan alto sentimiento. Hallarla fue un hecho extraordinario que sacudió los cimientos de mi alma y me llevó a tirarme sin dudarlo al abismo de una nueva relación, que en realidad era, y es, la primera que puedo llamar, en justicia, adulta. La única que puedo llamar Verdad.

Ella, que me supo amar por debajo de mi personaje de divorciado, pobre de solemnidad y con hijos, me trajo la vivencia que tan bien describió Francesco Alberoni _y que comparto, por experiencia propias, a pies juntillas_ de que lo único importante en esta vida no es tanto el amor, convencionalmente entendido como promesa de un intercambio de fluidos y favores, sino la pasión del enamoramiento, ese estado luminoso y rebelde en que dos seres se reconocen y aman, de forma sagrada y salvaje, enfrentándose a todo y a todos para crear un mundo nuevo, nada predecible y donde cualquier cosa es posible.

Ella y yo fuimos víctimas de persecución, cómo no, y nos llovieron pestes y maldiciones por todas partes. El cielo entero del desprecio y la malediciencia se desplomó sobre nuestras cabezas; sobre la de ella por ser tan ilusa de dejarse comer la cabeza y apostar a perdedor, al peor de los partidos que se pueda imaginar, al más detestable e interesado de los novios, renunciando a una vida comme il faut de trabajo chupi, pareja guay e hipoteca, que es los suyo; sobre la mía por ser al abductor, el más falso y viperino de los hombres que, oliéndose lo ricachona que era la chica (no es el caso, ni me importa) la embaucó a base de bien para embarcarse en una vida llamada Titanic.

Por supuesto, todo Cristo nos auguró el mayúsculo naufragio, el más negro de los futuros. Y yo, que la amé sin dudarlo por su capacidad de amar sin juicios ni prejuicios, de ver lo bello donde todos querían ver a Satanás, fui moralmente ejecutado y por siempre maldecido. Y ella, que me amó no sé bien por qué, fue tratada como la tonta del bote, que se dejó engatusar por el divorciado de turno. ¡Y con hijos!...

Fuimos por tanto testigos de excepción de que de que el mundo detesta el enamoramiento, por lo que tiene de cuestionarlo todo para abandonarse a una relación sin normas, cargada de ritos y ceremonias que sólo los enamorados comprenden, por lo que tiene de comunión indómita y revolución, de inestabilidad, de no permeable a la domesticación y el control. El mundo necesita que todo sea reglado y previsible, manejable, sometido a su poder. Y por eso se ha sacado de la manga el arma definitiva, el matrimonio o similar, para acabar con el estallido de emociones del enamoramiento y convertirlo en el animal dócil al que llaman amor.

Pero la caja de los truenos ajenos no fue quien de detenernos. Nos amamos sin razón. Sin interés. Sin malicia. Rebeldes ambos, recreamos un amor creativo, un amor de otro mundo, que no conoce el significado de la palabra costumbre. El amor que no baja la cabeza ni se acobarda ante la adversidad. El amor en los tiempos de (la) cólera.

Siete años después la cólera sigue. Sigue la maldición. Sigue el desprecio.

Nosotros también.

Que se jodan.

jueves, octubre 27, 2011 1 comentarios

Las cenizas de Ángela

El divorcio, con hijos de por medio o sin ellos, es un negocio absolutamente ruinoso. Una hipoteca, y de las gordas, para toda la vida. Lo malo es que uno no sabe en qué pozo de mierda se ha metido hasta que está dentro y le llega el estiércol al cuello. Si llevar una vida convencional, desde lo económico, es un ejercicio de filigrana financio-casera, el asunto se vuelve imposible para un padre divorciado tipo, de esos que pasan pensión regularmente y no llegan nunca, ni de chiripa, a fin de mes.

Y si además, tras la separación, dejas tras de ti una vivienda, que no es ya tuya salvo en el pago religioso de la mitad de la hipoteca, sí o sí, no es que vayas apañao, sino que estás directamente jodido. Con excepción de los ricos, a quienes no les mueve una pestaña ninguna crisis personal o mundial conocida, porque la desgracia de la mayoría nunca va con ellos, los padres divorciados con sueldos medios _es decir, de pura supervivencia_ están condenados a hacer magia para no volverse directamente locos cuando sus ingresos apenas dan para costear pensiones, deudas de una vida pasada que no acaba de pasar y créditos pendientes de bienes que no les pertenecen.

El único derecho de los padres divorciados se llama, pase lo que pase, pagar por todas las cosas que hizo mal en su anterior matrimonio, pagar para tener un techo donde dormir y por todas las cosas necesarias para rehacer su vida si es que a la suya puede llamársele así, vida, sin que se te salgan los colores. Todo lo demás son obligaciones con la ex, con los hijos, con los bancos y demás acreedores y con la madre que parió el cordero.

Y pese a que sus gastos son, muchas veces, mayores que sus ingresos, a la hora de cotizar a Hacienda _que somos todos, menos los padres divorciados_ no hay desgravación posible por tener hijos en edad de gastar a todo meter, ya que quien tiene derecho a desgravar, ésa sí, es la que tiene por ley la custodia de los menores. Y aunque tenga 17 hijos y pase la pensión a todos ellos, no tiene derecho alguno a constituirse como familia numerosa ni a beneficiarse de los mínimas y ridículas ayudas que de tal condición se derivan.

Así las cosas, un padre separado es un señor que acostumbra a trabajar para el inglés, pues ningún dinero que consiga es suyo. Es un pobre, salvo milagro, para toda la vida. Un tipo ruin y avaro, que raramente hace regalos, visita una cafetería o lleva a sus hijos al cine. Un moroso reconocido al que no le fían ni Papá Noël ni los Reyes Magos. Un padre avergonzado de comprar siempre, en los chinos, baratijas que hace pasar por regalos de cumpleaños. Un caradura al que se ayuda por lástima y que nunca, nunca colabora con nada. Un padre peor que Robert Carlyle en Las cenizas de Ángela. Un fracasado que jamás da nada a nadie.

Salvo vergüenza.


viernes, octubre 21, 2011 0 comentarios

La lista de Schindler

En demasiadas ocasiones, un padre divorciado es un tipo aplastado por una tonaleda y media de etiquetas, descalificaciones e insultos que los demás, gente toda ella estupenda y justiciera, le van colgando, cargados de buenas razones y sin remordimiento alguno, porque ellos lo valen y se sienten con derecho, sí señor.

Un padre divorciado es un burro apaleado para dar ejemplo, un títere del escarnio público, un tipo al que no marcan con una estrella y lo mandan directamente a los hornos crematorios de Auschwitz, porque sencillamente no hace falta, que con las lindezas que de él se cuentan por ahí hay más que suficiente para despellejar su imagen pública y hundirlo en la miseria moral más absoluta.

Yo soy uno esos padres divorciados que aspira a hacerse con el Campeonato Mundial del Insultado, en la categoría de improperios pesados _de los de más de 100 kilos_, porque lo mío no es que me lluevan mamporros verbales por todos lados, sino que me llevo la palma en ser, de largo, uno de los tipos con más defectos del planeta Tierra. Aunque debe de ser algo genético, creo yo; algún tipo de tara que hace inferior a la raza de los padre divorciados, porque no es que unos pocos de ese tipo de individuos salgan más malos que el doctor Infierno, sino que todos, en su conjunto, formamos una masa pseudohumana, de la que sólo se puede aprovechar la pensión, la sangre hasta donde no le quede una gota, los dientes de oro _si los tienes_ y, cuando te quedas en plan esqueleto, hecho de calamidades y deudas, siempre se te puede usar como blanco para practicar el tiro al gilipollas con la escopeta verbal del desprecio más absoluto y de la mala hostia total.

Y debo de tener más sanbenitos que nadie, porque de todos los colores las he oído... El más común de los insultos que recibí y recibo es el de "abductor" y/o "encantador de serpientes", léase también "oportunista" e "interesado", porque, ya se sabe, siendo un nadie sin Don y un muerto de hambre, un apestado de los cojones, si consigues, con tu poder de seducción diabólico, que alguien te dirija la palabra o establezca algún tipo de relación contigo no es jamás por motivo honorable, imposible, sino por el interés te quiero Andrés, por sacarle la pasta al personal, ya que se supone que la pobreza te envilece y te vuelve un cerdo de cuidado.

Le siguen de cerca los epítetos relacionadas con el concepto de "falso" e "hipócrita" _de tener doble cara para no andarnos con rodeos_, ya que si antes eras un tipo más bien diplomático, sociable y supuestamente encantador, un doctor Jekyll de relumbrón, nadie comprende esa extraña y repentina metamorfosis tuya en míster Hyde, cambio de chaqueta que te lleva a aullar como el puto hombre lobo y pegar unas dentelladas de aquí te espero cada vez que alguien tiene los santos güevos de difamarte y juzgarte sin más, de manera que, lejos de callarte en aras de la concordia y el buen rollito social, de poner la otra mejilla, sacas la recortada de la indignación, dispuesto a acribillar al juez accidental de turno... Y de paso a su madre, que no tiene culpa, pero que algo habrá hecho...

Completan tu retrato robot de tipejo despreciable donde los haya, las lindezas que ponen en solfa tu hombría _ahí le duele a ese cabrón_, palabras tan chulas como "impotente" o "maricón" para que a nadie le quede duda de que, se te mire como se te mire, eras poco más que una mierda pinchada en un palo y no hay, básicamente, por donde cogerte.

Las calumnias, los insultos, las descalificaciones forman, en definitiva, parte de tu día a día, porque si no te enteras directamente, siempre habrá un alma caritativa y piadosa que venga a contarte que te andan jodiendo públicamente por ahí...

De esa marca constante de la bestia sólo puede librarte La lista de Shindler de Dios, que, por pura misericordia _ésa que nadie tiene contigo_ te arranque del horno crematorio de la infamia y el linchamiento social para llevarte al Elíseo, al único lugar donde nadie te tocará los cojones, un lugar donde nadie es mejor que nadie al que llaman "más allá".


miércoles, octubre 19, 2011 0 comentarios

Algo para recordar

Afortunadamente, la memoria es selectiva. La mía, muy por encima de la media, porque es incapaz de recordar lo malo, pensamientos de odio y venganza contra quien te hizo daño, ideas que inoculan en las venas ese veneno autodestructivo llamado rencor. No me gusta nada ir arrastrando los pies por la vida, cargado con maletas de rabia y agresividad, que te cristalizan y encierran en el ámbar de la tristeza, en tierra de nadie, como un fantasma que se alimenta de absurdas fantasías de vendeta en las mazmorras de un tiempo perdido.

Todo lo contrario. Yo tengo una memoria especializada en retener no tanto los recuerdos de lo bueno, sino aquellos que son absolutamente excepcionales. Imágenes de vivencias que un día tocaron mi alma, emocionándola hasta la médula, dejando en ella una huella hermosamente imborrable. Todo lo demás carece de importancia. Todo lo demás es sólo lastre, plomo en las alas, y se pierde en el olvido.

Esa característica mía tan acusada hace que de aquel tiempo oscuro de mi separación, recuerde nada más que la luz en los ojos de mis hijos, su risa blanca, su inocente alegría cuando pude volver a verlos, una soleada tarde de domingo de otoño, después de una separación física tan desgarradora como indeseada...

Recuerdo tiempos de paz y silencio en nuestro minúsculo apartamento, donde no nos cabían los sueños, donde supimos enfrentar con valor la tiranía del reloj y detener sus agujas, para amarnos despacio en meses que parecieron segundos, en horas que parecieron siglos, porque aquel reencuentro nos resarció de los años previos a mi separación matrimonial, en los que, instalados en la convencional rutina, nos amamos de puntillas y de forma previsible, siempre con prisas, porque cualquier cosa _el trabajo, la hipoteca, la mala vida_ era más importante y no admitía espera.

Recuerdo cosas tan insignificantes y pequeñas como aquellos helados en barra de marca blanca, que era mucho más que postres, varitas mágicas que obraban el milagro de que una fiesta bulliciosa y de colores costase apenas un euro. Al hilo de esto, recuerdo que jamás se nos ocurrió ser emocionalmente usureros, practicar la mierda ésa del fresh banking y guardar los besos en un banco, a plazo fijo y con un TAE irresistible, para rentabilizarlos sin haber dado ninguno. Lejos de eso, derrochamos los besos hasta gastarnos los labios, inventando un nuevo y revolucionario axioma económico, por el que, por desgracia para el mundo, nunca recibiremos el Nobel: "Cuanto más das, más tienes"...

Recuerdo aquella cama de uno con cincuenta, casi tan grande como nuestro apartamento, mucho menos que mis innumerables deudas, a la que papá ponía los cuernos constantemente con el sofá. Esa cama que era, en realidad, una alfombra mágica de incógnito, que se echaba a volar cada noche con los sueños de mis hijos a bordo, con nuestras esperanzas todas, ninguna tristeza y nuestra común alegría.

Y la recuerdo también a ella, la desconocida, la mujer-pájaro que no esperábamos y se nos descolgó, por sorpresa, un buen día de las nubes, otra tarde soleada de un miércoles que parecía domingo, poco más de un año después de separarme del jodido mundo a perpetuidad, para quedarse para siempre en nuestra vida y recordarnos que, pese a todo, éramos _mis hijos e incluso, yo_ dignos de ser Amados.

Para formar parte, al fin, de nuestros recuerdos más bellos y extraordinarios.

Los mejores de nuestra vida.

martes, octubre 18, 2011 0 comentarios

El año que vivimos peligrosamente

El año posterior a mi separación matrimonial fue el año de estar la mayor parte del tiempo con mis hijos. El necesario para que cicatrizase la profunda herida de perderlos, para recuperarme, en parte, del trauma de no haberlos visto durantes tres meses o, lo que es lo mismo, tres eternidades que pasé en el infierno más oscuro de mí mismo. Y fue también, para ellos, pero sobre todo para mí, el año de los grandes aprendizajes de esta existencia, de darle importancia a lo esencial, de quitársela a todo lo superfluo.

Recuerdo ese año como uno de los más felices de mi vida, uno de los más plenos y gozosos a pesar de sobrevivir en el umbral mismo de la indigencia. Fuimos dichosos con casi nada. Alegría en medio de la necesidad acuciante y nos amamos como se aman los animales, voraz y salvajemente. Por puro instinto. Aquel fue el año de dejar de ser yo padre convencional y ellos, hijos de catálogo, ya que nos convertimos en una santísima trinidad de risas y aventuras compartidas, en un mismo ser que compartía lo poco o nada que tenía, que gozaba de cada segundo como si fuese el primero, como si, en cualquier momento, pudiese ser el último.

En la casa de los pitufos donde vivíamos no existía nada parecido al tiempo, ni era república o democracia nuestro hogar, sencillamente porque no había gran cosa que votar o elegir, salvo ir al parque de al lado de casa, o a cualquier otro, porque eran gratis y para sentirnos, entre juegos, libres del asedio de los bancos, del cerco pertinaz de mis acreedores, y olvidarnos del mundo y sus intrigas. Sólo existía el ahora, porque pensar en lo negro del futuro era sentenciar a muerte el momento. Y eso sí que no.

Por primera vez en mi vida consciente, la única elección posible fue vivir.

Y a pesar de que los poco más de cien euros de paro que me quedaban libres cada mes, una vez pagados el alquiler, los recibos y su pensión, me las ingenié para trabajar en plan comercial freelance para una multinacional, sin cárcel de oficina ni condena de horario, con lo que saqué lo justo para detener las agujas del reloj y comprar el momento, una gota de paz interior en el océano de mi procelosa vida. Ésa fue mi cura de padre malherido y el regalo de mi alma para mis hijos.

Contra todo pronóstico, el que debía ser El año que vivimos peligrosamente, donde tuve tantas veces que tragárme las lágrimas para que no me vieran llorando, que engullir, a escondidas, cientos de bocadillos de mortadela para que ellos comiesen en plato caliente y de forma digna, para que hubiese dinero con que adornar la desangelada nevera con leche y algún yogur, se convirtió, por actitud, porque aptitudes no se me conocen, en el año que descubrimos que la felicidad con mayúsculas reside en la absoluta simplicidad.

Fue el año que descubrimos el valor de las cosas pequeñas. El secreto de la riqueza más grande del mundo, cuantificada en apenas tres palabras:

Amar, Vivir, Gozar.

 
;