jueves, octubre 13, 2011

El hombre de Alcatraz

Con el rabo entre las piernas y perdida, sin siquiera presentar batalla, la guerra que nunca llegó a ser por la custodia de mis hijos, bajé por fuerza el nivel y le pedí a mi abogado que propusiese, a la otra parte, la solución consensuada de la custodia compartida. Desde mis limitadas entendederas _a fin de cuentas, soy hombre_ creía en esa fórmula como la más adecuada y menos traumática para los niños y la más justa para ambos padres que, al margen de las comunes diferencias, nos veríamos avocados al necesario entendimiento en favor de los menores y responsabilizados, en igualdad de condiciones, en sacarlos a delante sin cuchilladas traperas por la espalda.

Y de nuevo ese abogado mío, tan encorbatado él, un auténtico aguafiestas con gomina, vertió sobre mis paternas expectativas un jarro de agua fría judicial que me dejó más triste y acorbadado que un torero en Cataluña. La cuestión es que con la ley que regula el divorcio en la mano, desde su aprobación hace actualmente 25 años, los jueces españoles _hombres casi todos ellos de mente abierta, conscientes de los cambios sociales y paladines togados de la progresía_ conceden, por norma y defecto, la custodia de los hijos a las mujeres en el 99 por ciento de los casos. La razón poderosa, como ya he expresado anteriormente, es que ellas tienen coño, qué coño, y nosotros, simples ex maridos testosterónicos, no.

Y aunque la ley no excluye, desde la más pura teoría y por omisión, la posibilidad de una custodia compartida previo acuerdo mutuo, la realidad es la de una legalidad sexista de cojones, ya que llaman acuerdo a lo que es puro y simple veto femenino y materno, pues son ellas, las madres, que tienen, por narices, y porque les viene de serie, la custodia de los hijos y todas las sartenes por el mango, las que, con su simple oposición, mandan la custodia compartida al limbo y, ya de paso, qué gusto, los sueños paternos de sus ex directamente a la alcantarilla.

Y hoy, que se empieza a hablar en este país de retocar la ley e incluir la custodia compartida como el desideratum de cara al bien de los hijos, y el final de la discriminación por ovarios de los padres, todo sea dicho, se nos vende gato por liebre una vez más al supeditarla al mutuo acuerdo que disfraza el "haz lo que te salga del puñetero higo, María"... Déja vu.

Pero, como ya es sabido, yo debo viajar siete años atrás en el tiempo y situarme en una España donde la custodia compartida era, simple y llanamente, ciencia ficción. Mi abogado lo fue del diablo y, eso le honra, me advirtió que no concibiese esperanza alguna al respecto y la letrada sacapensionesjustas de la otra parte lo rubricó: De custodias compartidas nanay que, en ese caso, no hay pensión que llevarse al huerto...

Vencido por la absurda realidad legal y social, sintiéndome en el más absoluto desamparo, a merced absoluta de la otra parte que, por motivos que hoy escribo y sigo sin entender, así me aspen vivo, tenía todos los derechos de su lado y yo únicamente decir "amén" y obligaciones. Me tuve que meter mis pretensiones paternas por donde me estaban dando más duro, el orto mío mismamente, y hecho una mierda, le dije a mi abogado que adelante, que el poco dinero común que había, la casa y todo su contenido, el coche y, por supuesto, la custodia de los niños, p'a ella, quedando para mí el convenio tradicional de padre-págame-la-pensión y con derecho a visitas.

La única buena noticia es que la abogada de la otra parte, quizás tras contratar a investigadores y comprobar que era yo más pobre que una rata, que lo único que podía considerarse legítimamente mío era la cloaca de mi vida, tuvo un rapto de sentido común sin precedentes y se avino a pactar una pensión más acorde con las circunstancias personales mías, dignas del mismísimo Carpanta.

Hubo acuerdo entre las partes, al fin. El acuerdo que marca la ley: ponga usted el culo para todo que, tanto dentro del matrimonio como fuera de él, la que manda es la mujer, qué se había creído usted. Mi abogado y yo fuimos citados en el impresionante despacho de la abogada de la otra parte, decorado con piel de ex y a golpe de pensiones, todas ellas justas, conseguidas en noble lid por la letrada en cuestión. Allí nos esperaban las otras partes, la mía y la de él, y un documento, la separación matrimonial y su convenio regulador, de padre pensionista y visitador, que firmamos sin mirarnos a los ojos para no acuchillarnos allí mismo.

Me sentí, lo juro, como Burt Lancanster. El puto hombre de Alcatraz cuando le entregan una sórdida caja con su uniforme de preso ante de entrar en el trullo.

A mí me entregaron, como premio de consolación tras largos años de convivencia, una triste caja de cartón con mis únicas pertenencias, lo único legalmente mío, varias prendas de ropa que ya no me pertenecían, sina al pésimo marido que fui.

Se había cerrado, por fin, la puerta de mi matrimonio.

Pero se abrían, de par en par para mí, las de la cárcel para padres divorciados. Lejos, muy lejos, de algo parecido a la justicia.

Peor aún: Infinitamente lejos de mis hijos.

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